Dionisio, como buen cultivador de vino, cuidaba de sus viñedos como si de sus propios hijos se tratase. Cada vez que una hoja caía de uno de ellos cuando no debía, Dionisio sentía una pequeña punzada de dolor en él. Toda esta devoción que sentía por ellos, hacía que no fuera capaz de probar ni siquiera un dulce trago de dicha exquisitez. Organizaba grandes fiestas con grandes banquetes, donde todos sus invitados podían disfrutar del gran manjar que cultivaba. El delicioso líquido rojizo se deslizaba por los gaznates de cada uno de sus invitados. Dionisio podía incluso sentirlo en sus propias carnes, y aunque él no probara ni una mísera gota, el éxtasis llegaba a alcanzarle. La mayoría de estos encuentros, se realizaban por la noche y se disfrutaban hasta el amanecer. Así, con la sensación de mareo corriendo aún por sus venas y sus cabezas, podían disfrutar de los maravillosos colores que les ofrecía el arrebol con cada amanecer. Los cielos se cubrían de un color rojo, alertando a
Comentarios
Publicar un comentario